Camino a mi facultad hay una
plaza, una plaza que a simple vista no se diferencia de otras de su mismo tamaño,
hasta se podría decir que es una plaza bastante ordinaria. Por las tardes, el
paisaje parece repetirse con una simetría particular: una joven paseando con su
perro, una mujer mayor tejiendo, una
señora acompañando a sus pequeños hijos a los juegos infantiles, la clásica
parejita a puro mimo, un torneo de ajedrez entre varones de edades varias, y el
infaltable que sale a correr.
Todas las tardes, decía, paso por
esta plaza, a veces paso sólo por una vereda lateral; otras veces por 2
veredas, bordeándola; algunas veces, más aventurera, elijo atravesarla, para
acortar camino. Siempre el paisaje parece acompañar, pareciera cuando paso,
como si pasara por delante de un cuadro en movimiento, las imágenes se repiten,
aunque se mueven. Las inclemencias del tiempo no parecen hacer mella en la
rutina, con sol, con frío, con lluvia, la plaza se ve rebosante de vida y de
actividad. Nada parece afectarla.
Una tarde libre sin clases, me
pareció la excusa ideal para ir a recorrer con mayor profundidad esta porción
de bosque insertado en el medio de la ciudad. Tomé mi cartera, mi termo y mi
mate, así como también mi libretita de dibujo y mi libro predilecto y me
apresuré a salir. Llegué a la esquina de enfrente a la plaza, y a la distancia
pude ver que la rutina seguía inmutable, imperturbable, casi perenne. Nuevamente,
la señora tejiendo, la parejita, el corredor, los niños jugando, el torneo de
ajedrez, la muchacha con el perro, todo funcionando como un certamen de baile,
acompasado, casi hasta coordinado. Me interné en el sendero principal, caminé por
caminitos más pequeños, bordeé la fuente central, me detuve frente a los
juegos, observé a los niños; giré la cabeza y miré el torneo de ajedrez, qué
fascinante, yo nunca pude aprender, por lo que resulta para mí un verdadero
misterio cómo una persona puede recordar todas la combinaciones de movimientos
posibles de una piezas y de otras. Posé mi mirada luego en la pareja, no
tendrían más de 16 ó 17 años, ella usando su uniforme escolar, me recordó un
poco a mí. Traté de seguir con la mirada al atleta, pero me agitaba de sólo
verlo, me sorprendía que no se detuviera un instante al menos para elongar esos
exigidos músculos. Luego me acerqué a la señora, para descubrir que estaba
tejiendo una bufanda celeste, ¿sería para algún nietito? ¿O para algún
pretendiente? Una vez me dijeron que no se debe tejer jamás para una pareja,
que eso condena a la relación a una ruptura insalvable. Yo no sé tejer, así que
no he podido verificar realmente esta teoría. A todo esto, el perro sigue paseando,
se trata de un cocker inglés, como la de “La dama y el vagabundo”, bastante
pequeñito, pero de movimientos muy serenos, no como la mayoría de los perros
pequeños, que pareciera que corren para compensar sus breves extremidades.
Finalmente, decidí sentarme en un
banco en el sendero central, casi frente a la alegre fuente, a unos pocos
metros de la tejedora de bufandas. Una vez acomodada, saqué mi libro y empecé a
leer. La sensación de leer en un lugar abierto es siempre increíble: sentir el
sol en mis mejillas, la brisa en mi cabello, el sonido del agua de la fuente,
el verde que se puede divisar como marco a mi libro. Leí, leí mucho, leí
durante horas, leí un poco más, y seguí leyendo. Leí sin interrupción.
Disfrutando a cada instante la experiencia sensorial. Cuando sentí la necesidad
de detenerme, seguí leyendo. Leí otro tanto. Terminé un capítulo, y seguí
leyendo. En algún momento descubrí que realmente no podía detenerme en mi
acción. Efectivamente no podía parar de leer mi libro, sólo podía levantar la
mirada ocasionalmente, y mirar el paisaje circundante. La plaza parecía la
misma, el corredor, la señora, la muchacha y su perro, la pareja, los niños, el
ajedrez. Pero entonces percibí algo más. Claramente la plaza parecía la misma,
porque de hecho era siempre la misma plaza, pero descubrí otra cosa, las
personas en la plaza, sus habitantes, eran también siempre los mismos, nunca
había reparado en que además de la evidente rutina, estas personas parecían no
hacer otra cosa más que la que habían venido a hacer. Los niños juegan y sólo
juegan mientras su madre únicamente los observa, vigilante. La señora no se
detiene en ningún momento a descansar o a refrescarse en su laboriosa tarea. La
pareja se besa y se acaricia durante horas y horas (entiendo que eso no ha de
ser tan anormal). El perro no descansa tampoco, y sigue recorriendo la plaza a
la par de su dueña, también incansable. El corredor debe tener músculos de
acero y unos pulmones de novela, porque nadie más podría resistir ese ritmo de
ejercicio. El torneo de ajedrez no termina nunca. Nunca. Nunca.
Y ahora llegué yo, a unirme a
este grupo de estereotipos. Una pieza más de la colección de esta plaza. Una
lectora en un banco. Es tan cliché que hasta me avergüenza. Caí como la mejor.
De todas formas, a no temer, no sufro hambre, sed, ni otras necesidades
propiamente humanas. Mi único deseo es realmente el de seguir leyendo, siento
que no puedo hacer otra cosa más. Siento que es mi deber, y mi tarea. Pero
además, siento un terrible aburrimiento. Una vez leí que alguien había muerto
de aburrimiento, pero aquí compruebo que era una falacia. Confío en que todos
en esta plaza estaríamos ya en el otro mundo si esto fuera cierto.
Y sigo aquí, leyendo. Ya perdí la
noción del tiempo, ya no sé si es lunes o domingo, si estuve días, semanas,
meses o años simplemente leyendo mi pequeño libro. Sólo sé esto: si algún día
pasas por una plaza, por más ordinaria que parezca, por favor, te pido que te
detengas a observar a sus habitantes, sus estereotipos. Si ves que tienen la
mirada vacía, sin sentimiento, por favor, sólo míranos. Tengo la esperanza de
que algún día venga alguien a rescatarnos. A rescatarme.